domingo, diciembre 22, 2024

#Yo también fui abusada

Debe leer

Afortunadamente, el título no corresponde a mi realidad. Lamentablemente, sí a la de muchas mujeres, famosas y anónimas, chilenas y extranjeras, como se ha ido revelando a borbotones en el último año. A partir del reportaje de la periodista Emily Steel del New York Times (que le valió el Pulitzer) sobre los acosos practicados por el hombre ancla de Fox News, Bill O’Reilly, un intocable hasta abril de 2017, el hashtag #MeToo se convirtió en una pancarta de denuncia y de lucha contra el abuso sexual en sus más diversas variantes.

Fue como que una compuerta estallara. Un dique largamente contenido dejó paso a las miles de denuncias que, mujeres manipuladas y chantajeadas sexualmente en diversos ámbitos de poder, comenzaron a vomitar.

El movimiento ha liberado a muchas de la carga de vejámenes mantenidos en secreto por años por una razón poderosa: la sobrevivencia laboral. Pero también ha dado pie a dos tipos de polémicas, al menos. Una, ¿por qué denuncias a veces tan tardías? Dos, ¿por qué hablar de solo víctimas cuando muchas mujeres, muchas veces usan el sexo como palanca de ascenso?

A lo primero, debo responder que ante el dolor, el maltrato, la tortura, el vejamen –es decir, todo lo que daña profundamente al ser humano- este se defiende. ¿Cómo? Guardándolo en algún cajón muy escondido de la psiquis. No es casual que personas que han sido torturadas, nunca más quieran hablar de esa experiencia. Ni tampoco lo es que en niños abusados por padres o familiares, afloren esos brutales recuerdos ya de adultos a partir de terapias iniciadas por cualquier otra razón. O que hermanas que han sido abusadas cuando pequeñas, abran el secreto y den la voz de alarma cuando ven que el agresor comienza a repetir el abuso en hermanas menores.

A lo segundo, y es la polémica que más me violenta de aquellas que se han desatado en el marco del #MeToo, quiero señalar que una persona no es libre si tiene que elegir la estrategia de usar sus “encantos” –como se dice eufemísticamente- para lograr algo que otra logra en forma realmente libre. Es como el racismo. Creo que hay una profunda equivocación cuando se dice que los negros (o los chinos o cualquier fenotipo que sirva para el ejemplo) son igualmente racistas que los blancos, o más incluso. Ello no es posible porque el racismo se ejerce desde el poder. No desde la subordinación o la real minusvalía en que la sociedad sitúa a veces a los supuestamente “inferiores”.

De modo que, cuando una mujer –lo elija o no- se subordina sexualmente a un hombre para conseguir su aprobación laboral o de cualquier tipo, está en una posición de minusvalía. No está relacionándose de igual a igual. De esa mujer es de la que hoy dicen “pero igual, a ella le gusta usar sus atributos para escalar”, “igual ella lo hace sin que nadie la obligue”, “igual es medio putilla”… Y, reitero, donde las opciones han venido marcadas a sangre y fuego por una cultura machista, no hay libertad.

Y es en ese campo donde las mujeres nos movemos. En una cancha donde el jefe puede arrinconarnos en su oficina (durante el primer semestre de 2018, las denuncias por acoso sexual en el trabajo crecieron en un 51% según la Dirección del Trabajo); donde el patrón puede pasearse mostrándonos sus genitales; donde el cura puede exigirnos, siendo jovencitas y en la intimidad de la confesión, que le detallemos lo que hacemos con el pololo; donde los compañeros de colegio nos dividen en “fáciles” o “serias” en circunstancias que a ellos nadie osa categorizarlos o donde el valor de ser “frescos” es aplaudido; donde la infidelidad en los hombres es “choreza” y en las mujeres muchas veces amerita femicidios…

En esa cancha hemos nacido y hemos sido criadas las mujeres. Aun las mas “progres” o hijas de padres “modernos”. De modo que nunca nuestra vida se ha desarrollado en igualdad de condiciones. ¿Por qué iba a ser distinto cuando llegamos al mundo laboral? Allí la pelea –peor aún- aumenta porque implica la lucha por ganar un espacio, un sueldo similar, una jefatura huacha, un protagónico en la teleserie, la oportunidad de ser llamada a un casting, la posibilidad de pasar a la final en el certamen, el concurso o el reality…

También la cancha ha sido distinta para aquellas que han soñado con la posibilidad de ser las elegidas y lograr que el macho opte por ellas, las amantes, en una carrera donde el mundo masculino hace competir a dos mujeres por su corazón (y no estamos siquiera entrando en el otro lejano universo, donde las mujeres llevan velo y son parte de un haren). Porque en la cancha de la infidelidad nunca he visto a una mujer echando a correr a su marido y a su amante por la meta de su amor. Es más probable que la mujer no tenga, por razones culturales, el “corazón partío” y le cueste mucho tener a un amante esperándola a que deje a su marido…

El #MeToo incendió la pradera –y seguirá haciéndolo- porque hay momentos en que la rabia, la sensación de injusticia y el desamparo son tan grandes (y devastadores en términos psicológicos) que ya no se pueden seguir viviendo en forma privada. Es el momento en que alguien dice “a mí también me pasó”, “yo también quiero contarlo” y la chispa enciende el fuego. Y ocurre porque el pasto estaba seco, porque nadie se había acordado que los prados femeninos también necesitaban agua…

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