El derecho a huelga es una prerrogativa fundamental de los trabajadores y los regímenes democráticos tienen el deber de garantizar las condiciones institucionales para su ejercicio. Ese es un tema que está fuera de toda discusión. Sin embargo, tengo la convicción de que la huelga debe considerarse como la ultima ratio, el recurso límite de las relaciones laborales.
Desde el punto de vista coyuntural, resulta evidente que una paralización se traduce en costos económicos para ambas partes. Además, según la naturaleza de la empresa, el conflicto afecta de diversas formas a los consumidores y las comunidades; puede debilitar la imagen de la compañía, alejando a potenciales inversionistas y desincentivando la llegada de profesionales calificados; y tiene costos implícitos por el tiempo que toma la estabilización de operaciones. Asimismo, cuando se trata de empresas que hacen un aporte importante al PIB o pueden afectar el cumplimiento de compromisos de exportación, la paralización termina impactando la economía y la imagen país.
Si consideramos un horizonte más amplio de tiempo, de acuerdo a mi experiencia como asesor y analista, una huelga significativa trae consigo un profundo daño a las relaciones laborales, un menoscabo de las confianzas y la buena disposición recíproca que cuesta mucho reconstruir. Hay que tomar conciencia de que las relaciones laborales están constituidas por una compleja trama de interacciones, que no es sostenible si se basa en el mero ejercicio unilateral del poder. La unidad de propósito en la cual se fundan la productividad, la creatividad, la buena convivencia y la calidad de los productos o servicios que se ofrecen a los consumidores, requieren de una permanente renovación del pacto de gobernabilidad interna, del compromiso y de las confianzas.
Una huelga importante puede marcar una ruptura, un golpe en esa línea de flotación estratégica. Esto se expresa, en primer lugar, en el deterioro de las relaciones con las jefaturas directas. Durante el conflicto, los supervisores o jefes de primera línea quedan atrapados en una incómoda posición en la que resulta difícil la prescindencia, pero a la vez corren el riesgo de incurrir en prácticas antisindicales si tienen conductas que pueden interpretarse como presiones indebidas. Asimismo, una vez concluida la paralización, en su calidad de caras visibles de la empresa, son ellos quienes deben asumir los costos de decisiones tomadas a un nivel superior con las que, incluso, pueden no haber estado de acuerdo. Merecerían un análisis aparte los efectos –sin duda complejos– de una huelga de sindicatos de supervisores, los que han ido creciendo en los últimos años, particularmente en sectores como la minería.
En segundo lugar –y esto es especialmente penoso– una huelga compleja suele dañar significativamente las relaciones y las confianzas entre trabajadores, también con efectos prolongados en el tiempo. Ello afecta los vínculos entre trabajadores sindicalizados y no sindicalizados; entre los propios trabajadores sindicalizados a raíz de las distintas actitudes manifestadas durante la paralización (ruptura de la unidad, descuelgues, etc.); y también entre los trabajadores de la empresa principal y los subcontratados.
En suma, un conflicto agudo y prolongado destruye valor en múltiples dimensiones, y puede quedar marcado en la memoria histórica institucional como un verdadero trauma. Por consiguiente, la huelga siempre debe considerarse el último recurso, lo que implica la obligación de agotar todas las instancias de negociación, siendo esta una responsabilidad de ambas partes.







