sábado, noviembre 2, 2024

Sebastián Edwards explica por qué la educación puede ser considerada como un bien de consumo

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El economista, consultor internacional y escritor, Sebastián Edwards, apareció este domingo con su habitual columna en El Mercurio, argumentando razones para explicar por qué la educación puede ser considerada como un bien de consumo.

En su escrito, Edwards inicia su discusión indicando que “resulta que Sebastián Piñera tenía razón: La educación es un bien de consumo”, pero a renglón seguido señala “pero -y esto puede parecer contradictorio, aunque no lo es- también puede ser un derecho social”.

En ese sentido, menciona que “los economistas clasifican a los bienes en varias categorías. «Bienes de inversión» vs «bienes de consumo»; «bienes públicos» vs «bienes privados»; «bienes básicos» vs «bienes suntuarios». Entonces, ¿es la educación un bien de consumo o uno de inversión?”.

La verdad es que tiene un poco de ambos. Los «bienes de consumo» son disfrutados en el momento en que se obtienen, sean ellos comprados o provistos gratuitamente. Los «bienes de inversión» son diferentes. En este caso, primero se hace el esfuerzo por obtenerlos -esfuerzo que puede ser individual o social-, y solo se gozan después de que se tienen, poco a poco. Es el caso de un puente. Su construcción implica un enorme esfuerzo. Mientras se construye nadie lo disfruta. Eso solo sucede una vez que la obra está terminada y es utilizada”, asegura.

Edwards plantea que “la educación tiene algo de bien de inversión: uno estudia por años, y solo se empiezan a recibir los frutos una vez graduado, cuando se ejerce la profesión. Pero en un sistema educativo de calidad, la educación también tiene un componente de bien de consumo: el estudiante disfruta la universidad o escuela mientras está en ella. Goza a sus compañeros, se interesa por las clases, se siente atraído por ciertos maestros. Hay algún grado de satisfacción que se obtiene en el momento mismo en que se estudia”.

El economista precisa que “plantear que la educación es solo un bien de inversión es enormemente reduccionista; es asociar a la educación solo con aspectos económicos y financieros. La educación tiene un valor propio, intrínseco, independiente de los mayores ingresos que pueda obtener quien la reciba”.

Habiendo resuelto el tema «bien de consumo» vs «bien de inversión», pasemos a la segunda pregunta: ¿Es la educación un bien «público» o un bien «privado»?”, se pregunta.

Edwards sostiene que “un bien privado es uno que al ser disfrutado por una persona no puede ser disfrutado por otra. Si yo me como un helado, usted no puede comérselo. Es usted o yo. Un bien público, en contraste, es uno que no tiene «rivalidad». El que usted lo disfrute no impide que yo también pueda beneficiarme de él. El aire limpio es un bien público por excelencia. El que usted lo respire no significa que yo tenga que privarme de él”.

Y añade que “en general, la educación exhibe «rivalidad». Cuando un alumno se matricula en medicina, otro alumno debe quedar fuera. Los cupos en los laboratorios, en las salas de clase y en los hospitales clínicos son limitados. Los cursos abiertos por internet, masivos y en línea -los llamados MOOC- son un intento por transformar a la educación en un bien público. El que usted mire el video con mi lección no impide que otra persona también lo vea. Pero los resultados de estos programas han sido decepcionantes. En vez de MOOC, las grandes universidades han optado por modelos híbridos, en los que la mitad de las clases son por internet y la otra mitad son presenciales, en el aula. Y como las aulas no tienen una capacidad infinita, esto significa que la educación sigue siendo un bien privado”.

El columnista también asegura que lo anterior “nada nos dice si los estudiantes deban pagar por ella. Es perfectamente posible que un bien sea «privado» y «de consumo» y que al mismo tiempo sea gratuito, costeado por la sociedad como un todo. El que lo sea es una decisión política, no económica. También es posible -incluso puede ser deseable- que la educación sea un derecho social y que su provisión esté establecida en la Constitución. De hecho, así sucede en muchos países, incluso en algunos a los que aspiramos perecernos”.

Finalmente, Edwards cita al filósofo Ludwig Wittgenstein, indicando que “»si no se puede hablar claro, es mejor quedarse en silencio». Mientras no usemos el lenguaje con cuidado y en forma rigurosa, no lograremos avanzar en la gran conversación, que es cada día más importante. Hablar claro es un primer paso. Lograr un gran acuerdo nacional es el segundo”.

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