sábado, noviembre 16, 2024

Carlos Peña baja las expectativas a la visita de Francisco y se pregunta: ¿Qué logrará el Papa? y se responde: «Poco, casi nada»

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A pocos días de la visita del Papa Francisco a Chile, y como suele ocurrir, los canales de la TV abierta simplemente «enloquecieron con una fe explosiva» anunciando miniseries, reportajes y full cobertura al Pontífice. En este derroche de «papismo» siempre hay algo de cordura y la coloca el abogado, rector y columnista del cada vez más viejo Mercurio, Carlos Peña, que reflexiona sobre las expectativas del viaje del máximo líder de la Iglesia Católica y se pregunta «¿Qué logrará el Papa? y la respuesta es contundente y seguramente sacará más de una roncha a la fanaticada papista que por esto días está aflorando como una oleada de cruzados.

Peña plantea: «Poco, casi nada. Su carácter de Vicario de Cristo está entregado al misterio insondable de la fe. Y sobre eso en la esfera pública no hay nada que decir. Como sugirió Wittgenstein, acerca de lo que no se puede hablar es mejor guardar silencio.

Pero no ocurre lo mismo con su carácter de jefe de la Iglesia. La Iglesia Católica pretende orientar normativamente la vida de las personas y la vida de la cultura. Y en este último carácter debe estar sometida al escrutinio público.

Y ahí su resultado será escaso.

Para advertirlo es útil distinguir tres aspectos de los que el discurso de la Iglesia suele ocuparse.

Desde luego, la Iglesia presume ser maestra de moral. Y según lo pone de manifiesto su discurso de los últimos años y lo revela su posición en cuestiones como la homosexualidad, el empleo de la píldora del día después o el matrimonio, se trata, ante todo, y principalmente en estos años, de moral sexual. Este punto de vista de la Iglesia presenta serios problemas en el Chile contemporáneo, cuya cultura -la forma en que la gente vive espontáneamente su sexualidad y su afectividad, en eso que los fenomenólogos llaman el mundo de la vida- promueve y acepta conductas muy distintas de las que la Iglesia, o Francisco en nombre de ella, promueven.

Se suma a lo anterior una cierta contradicción performativa en que la Iglesia, con notable porfía, como si estuviera empeñada en desmentirse a sí misma, ha incurrido, al tolerar conductas sexuales de sus miembros, o aceptar que algunos integrantes de su jerarquía las toleren, que se apartan de lo que la propia Iglesia predica (lo que para la cultura espontánea no tiene, por sí mismo, nada grave), pero que, y esto sí es grave, constituyen actos propiamente delictuales, actos que infringen la ley civil. Sin ir más lejos, el propio Francisco nombró Obispo a Juan Barros, un cercano a Karadima, y asistió al funeral del Cardenal Law, bendijo su ataúd y, es de suponer, anheló secretamente su entrada en el cielo, nada de lo cual es por supuesto reprochable, salvo que el nuevo habitante de las nubes ocultó durante años los abusos de los clérigos en Boston.

Pero no es solo en cuestiones de moral sexual donde la Iglesia pretende orientar normativamente la vida.

También pretende hacerlo en el diseño de la vida colectiva, en cuestiones atingentes a la vida pública y social.

Esa es una vieja pretensión de la Iglesia ( Rerum novarum casi se confundió con el nacimiento de la cuestión social a inicios del veinte) y, al igual como ocurre con las cuestiones de moral sexual, sus puntos de vista se encuentran hoy muy lejos del que es predominante en la cultura pública.

Mientras a inicios del veinte y hacia el final del mismo siglo el énfasis estuvo puesto en cuestiones de justicia social (y a partir de allí en una crítica al capitalismo como forma de vida social), hoy la reflexión de la Iglesia respecto de cuestiones atingentes a la vida pública encuentra sus mejores momentos (por ejemplo, en Laudatio si ) en la crítica a la expansión de la técnica. Se trata de un discurso de aires heideggerianos -que, obviamente, Francisco solo firmó- que descansa en la idea de que el maltrato a la naturaleza es producto de concebirla como un objeto a la mano de cualquier designio. Los fieles ilustrados no encontrarán allí revelación alguna, sino apenas los ecos de La época de la imagen del mundo , de Heidegger (y este último es mejor y más claro).

A las cuestiones de moral sexual y a las otras atingentes a la vida social se suma la defensa que la Iglesia hace de ciertos absolutos morales (la expresión es de J. Finnis) que, como el aborto o el matrimonio homosexual, se encuentran ampliamente aceptados en Chile, y cotidianamente se transgreden.

¿Tendrá alguna influencia de veras el discurso del Papa en alguna de esas tres esferas? Todo indica que no. La cultura espontánea, el mundo de la vida del Chile contemporáneo, para bien o para mal, va en otra dirección.

Hay algo sí donde, es de esperar, habrá un efecto notorio.

Se trata de la escena en medio de la cual la visita ya se está desplegando.

Habermas llamó la atención acerca de una forma de publicidad (publicidad feudal, la llamó) en la que se escenificaba, se representaba ante un público presente, un aura inmaterial, una cualidad incorpórea que alguien pretendía para sí. Y en eso sí que la Iglesia Católica es maestra: en los artilugios de la representación y la puesta en escena de lo inefable.

Ahí, no cabe duda, sacará aplausos y lágrimas.

Pero pasada la conmoción, y cuando del papamóvil no quede más que la estela del polvo que levantó a su paso, la rueda muda seguirá girando.

La cultura espontánea, el mundo de la vida del Chile contemporáneo, para bien o para mal, va en otra dirección», remata CArlos Peña, que sin duda se ganará más de algún pedido de castigo celestial de parte de la fanaticada papista.

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