El viernes 13 de octubre, el Pleno de la Corte Suprema , se sumó a la oleada de «debates o foros» temáticos para que expongan los postulantes a La Moneda, así escuchó uno a uno las propuestas de los candidatos presidencias excepto a Sebastián Piñera y Eduardo Artés quienes no asistieron (Ver Nota:Ante el Pleno de la Corte Suprema expusieron candidatos presidenciales…) .
Este domingo el columnista y abogado Carlos Peña puso el grito en el cielo y en una dura columna refutó la cita convocada por el máximo órgano de Justicia de la Nació, advirtiendo que no le corresponde haccer este tipo de citas y de paso advirtió que tampoco le correspondería hacer estas actividades a la Contraloría General de la República y a las FFAA: «Las Fuerzas Armadas monopolizan la fuerza; la Contraloría custodia la legalidad de la administración; la Corte Suprema tiene, en cuanto tribunal de casación, la última palabra a la hora de decir qué es derecho en Chile y qué no. La democracia no funciona si el órgano que empuña las armas tiene opinión política; si el custodio de la legalidad de la administración puede pronunciarse acerca de quien debe encabezarla; y menos si el órgano encargado de decir qué es derecho puede discutir, o simular que discute o dar la apariencia de que lo hace, quién debe encabezar el Estado y colegislar, o qué ideas deben guiarlo».
A continuación el análisis completo de Peña que tituló «Nada republicana»:
«La reunión que este viernes organizó la Corte Suprema con los candidatos presidenciales pareció republicana.
Pero, ¿lo fue?
El principal valor de la República consiste en que los órganos del Estado respeten la ley y hagan exactamente -ni más ni menos, ni pasarse ni quedarse- que lo que ella autoriza u ordena. Un acto o una conducta es republicano en la medida que homenajee la ley. El respeto estricto a la ley es la medida básica de la virtud republicana: el rasero que permite saber quién ejercitó esa virtud y quién no.
Y ese rasero indica que la audiencia a que invitó el pleno de la Corte Suprema no fue republicana.
Desgraciadamente.
En ninguna parte -ni en la ley ni menos en alguna regla constitucional- la Corte Suprema en pleno, actuando como órgano, ni tampoco la reunión del conjunto de sus miembros, es un foro de análisis, debate o información política. Los integrantes de la Corte Suprema, en tanto tales, no en cuanto ciudadanos sino en tanto jueces profesionales, carecen de cualquier atribución para pretender un diálogo privilegiado con quienes aspiran a la Presidencia de la República.
Y la razón es obvia.
¿Qué interés legítimo podría tener la Corte Suprema como cuerpo en dialogar u oír a los candidatos presidenciales?
Desde luego, no podría tener ningún interés corporativo. A diferencia de las organizaciones de la sociedad civil, en las que los individuos, hombres y mujeres, se agrupan y coalicionan para promover sus intereses, y a diferencia del mercado, donde las personas compiten y bregan por los suyos, los órganos del Estado, como la Corte Suprema, carecen de intereses distintos al fiel cumplimiento de la ley.
Tampoco podría haber en la Corte Suprema un punto de vista respecto de las políticas públicas de justicia -reformas a los procedimientos o a la jurisdicción- que sus miembros pudieran discutir con los candidatos. Esa facultad se encuentra estrictamente reglamentada en la Constitución y el deber de todos es atenerse a ella. Según esa norma, la Corte debe pronunciarse durante la tramitación de los proyectos de ley que le atinjan y en ningún otro momento. Se trata de una facultad que, como cualquier abogado sabe, no guarda ninguna relación con el encuentro que se realizó este viernes.
Y por supuesto la Corte menos podría tener interés legítimo, en cuanto órgano, en conocer o discutir las visiones, diagnósticos o puntos de vista políticos de los candidatos respecto del país, aún cuando se trate, como se ha pretendido en este caso, de cuestiones políticas relacionadas con la justicia. En los asuntos relativos al bienestar general -aunque estén relacionados con la justicia- la Corte Suprema no tiene, a la luz del derecho vigente, participación alguna.
Ceñirse a esa regla ascética y contenida es el deber republicano. Y esto no solo es un deber que cabe exigir a la Corte Suprema. También lo es para otros órganos, como las Fuerzas Armadas o la Contraloría.
La función que cada uno de ellos cumple, por su propia naturaleza, les impide concebirse, siquiera por un momento, como foro político u órgano con intereses de esa índole.
Las Fuerzas Armadas monopolizan la fuerza; la Contraloría custodia la legalidad de la administración; la Corte Suprema tiene, en cuanto tribunal de casación, la última palabra a la hora de decir qué es derecho en Chile y qué no. La democracia no funciona si el órgano que empuña las armas tiene opinión política; si el custodio de la legalidad de la administración puede pronunciarse acerca de quien debe encabezarla; y menos si el órgano encargado de decir qué es derecho puede discutir, o simular que discute o dar la apariencia de que lo hace, quién debe encabezar el Estado y colegislar, o qué ideas deben guiarlo.
Se dirá que todo esto es una cuestión de formas. Pero la democracia y la República descansan en las formas. La actitud ante ellas es un indicio de la manera en que cada órgano concibe su propio papel. Y el indicio que configuró la Corte no es correcto: la reunión a la que invitó da la impresión de que se concibe a sí misma como una parte privilegiada de la soberanía.
Y no lo es.
Porque en las elecciones populares los órganos del Estado que se integran por funcionarios profesionales -es el caso de las Fuerzas Armadas, de la Contraloría, de la Corte Suprema- deben enmudecer, de obra y de palabra, cuando les corresponde hablar a los ciudadanos», sentencia y advierte Carlos Peña.