Este domingo el columnista y abogado Carlos Peña analiza en su columna titulada «La tortura de Lagos», las críticas al informe Valech y el supuesto «pacto de silencio» que implica, cuestión que rechaza al igual que las críticas al ex Presidente Lagos. Más aún, Peña, en su coluna sale en defensa del ex Mandatatio y sostiene que «nasda de eso es cierto».
«Uno de los rasgos más sorprendentes con que se juzga el pasado en el Chile de hoy -y a sus actores- es la liviandad.
Un buen ejemplo se ha visto por estos días a propósito del informe de la Comisión Valech.
Resulta que ahora el secreto que ampara las declaraciones que para confeccionar ese informe se recibieron -y que dispuso la ley 19.992- no era más que un pacto de silencio, un indigno acuerdo tendiente a garantizar a los torturadores que podrían caminar por las calles sin amenaza de justicia.
Y, por supuesto, el culpable de esa conspiración inmoral, de esa traición, de esa renuncia a la memoria de las víctimas, de esa tortura a la democracia, de esa lenidad cívica, de esa hipocresía sin nombre, etcétera, etcétera -cómo no- es el ex Presidente Lagos.
Pero nada de eso es cierto.
Lo que hace la ley 19.992 es poner los detalles de la tortura a disposición de la voluntad de quien la padeció, quien podría decidir entregarlos a un tercero o a la justicia. En vez de imponer el silencio, como se quiere ahora hacer creer, lo que la ley hizo fue simplemente establecer una regla de privacidad a favor de la persona que padeció prisión política o tortura, de manera que fuera ella, y nadie más que ella, quien pudiera decidir si lo que vivió debía ser conocido.
No es pues una imposición de silencio, sino una regla de privacidad la que contiene la ley.
Y se trata de una regla razonable.
Muchas de las víctimas prefieren cubrir con el silencio, y con el esfuerzo del olvido, los detalles de lo que les ocurrió. No lo hacen por proteger a los victimarios, sino que para protegerse a sí mismas de un recuerdo que, encerrado en la soledad de su conciencia, puede resultarles menos dañino que si saliera a la luz. Los seres humanos, cuando se exponen a situaciones de extrema vulnerabilidad, cuando son reducidos a cosas o a solo un cuerpo castigado a merced de otro -el tipo de cosas a que las víctimas de tortura fueron sometidas-, es su alma la que finalmente resulta también dañada. Y es que la estima que cada uno tiene con respecto a sí mismo es el resultado del reflejo que le devuelve la conducta de los demás.
Por supuesto no faltará quien, consintiendo en el argumento anterior, diga que, de acuerdo, no hubo un pacto de silencio; pero que sí hubo en cambio una privatización del dolor, una nueva forma de capitalismo, ahora emocional, que evita que la tortura y la prisión política sean del dominio de todos. Y el culpable, de nuevo, sería Lagos.
Y tendría toda la razón. Es eso justamente lo que Lagos promovió: una privatización del dolor.
Pero eso -privatizar el dolor- es un gesto de humanidad.
El fondo insobornable de cada persona, su intimidad, está constituido por las experiencias de dolor indecible o de alegría inefable que alguna vez experimentó. Sacadas de la intimidad de quien las vive -así sea por el digno e intenso furor de la justicia, ese sucedáneo de la fe- esas experiencias pierden sentido cuando se entregan sin más a un tercero: el dolor se transforma en humillación, la alegría en frivolidad.
Por eso es razonable lo que dispuso la ley 19.992: que fuera la intimidad de la víctima, y no el simple furor de la justicia, la que decidiera si lo que le ocurrió, la tortura que padeció, la violación de la que fue objeto, las humillaciones que consintió como producto del miedo, debían ser o no conocidas por terceros.
¿Que la justicia se ve desmedrada en parte? Solo en parte. Porque, ¿qué justicia sería esa que estuviera dispuesta a pagar cualquier precio, incluso el precio de la intimidad de las personas, para llevarse adelante? ¿Qué justicia sería esa que satisface al justiciero y daña de nuevo a la víctima, obligándola a hacer público un dolor que no quiso confesar ni a sus más cercanos?
Un raro síndrome recorre la esfera pública chilena.
Consiste en volver la vista hacia el pasado, borrar todas las circunstancias, en el lugar de la historia poner un vacío, luego colmarlo con un único valor y finalmente identificar a alguien cuya voluntad todopoderosa impidió su realización: Lagos». remata su análisis Carlos Peña.