domingo, diciembre 22, 2024

“La Decé extraviada” o extraviada DC la dura y realista incógnita que plantea Carlos Peña

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Este domingo abunda las entrevistas y las opiniones sobre la DC y su nueva heroína Carolina Goic que se ha atrevido a poner en su lugar a un maltratador de mujeres, cuestión que todos -transversalmente- apoyan y aplauden, pero, tal como lo ha planteado INFOGATE (Ver nota: Goic instala…) , nada dice sobre quienes se repostulan y están involcurados en casos de corrupción. Si también hubiese puesto esta exigencia por cierto que se podría hablar de un nuevo estárdar ético como han señalado, pero así más bien parece una acción efectista que le permite ganar espacio y poder recuperar algun espacio en su alicaída carrera presidencial; en esta línea la columna del abogado Carlos Peña profundiza en la crisis y la jugada de GOic en la DC, que ha titulado «La Decé extraviada», y que a conotinuación reproducimos:

«Carolina Goic -nunca se sabrá si fue un gesto calculado o un resultado fortuito- transformó el fracaso inicial que padeció en un triunfo por ahora pasajero.

Y para consolidarlo, y que la estela de ese triunfo transeúnte no se agote, insinúa que su candidatura tiene por objeto limpiar moralmente la política en Chile. Y algunos de quienes apoyaron a Lagos, y que luego de su retiro andaban vagando solos, desorientados, como boxeadores cansados, principian en medio de su cansancio a aplaudir. ¿Es correcto todo esto? ¿Será verdad que la política necesita un detergente moral que la candidatura decé podría aportar? ¿Es cierto que instituyendo una suave inquisición, un inquisidor que revise la hoja de vida de los candidatos, esa técnica tan decé de los hombres buenos, las cosas podrían ir mejor? Desgraciadamente no.

Está bien impedir que un maltratador acceda al poder; está mal creer que hacer de eso un discurso (como se le ha aconsejado) sea la semilla del éxito.

Cuando la realidad desconcierta a las personas, cuando lo que ocurre no se deja inteligir, una de las reacciones más frecuentes y erróneas consiste en moralizar la realidad, como si todo ocurriera porque simplemente se abandonaron las reglas del buen comportamiento. Esta es una versión simplificada y tosca del peor de los atomismos (se llama atomismo a la creencia de que los individuos son la causa final de todos los fenómenos). Si ciertos economistas de derecha creen que todo se arregla a punta de incentivos, los abogados de la decé parecen creer que todo se arregla a punta de reproches y sanciones morales. Si los individuos fueran más racionales y sagaces, piensa el economista ingenuo, y hubiera incentivos que los despertaran, todo iría mejor. Si las personas fueran más conscientes de sus deberes, y estuvieran más alertas al buen comportamiento, y hubiera comisiones que detectaran cuándo se apartan de la senda correcta, razona el decé, todo sería mejor.

Pero el problema de la decé es otro.

Es probable que su fracaso (¿alguien duda de que está en medio de un lento declinar, que es la peor forma del fracaso?) no se deba a la falta de moral de sus miembros, a casos como el que se imputa a Rincón, sino al desajuste entre el espíritu del partido y el espíritu de las mayorías.

Lo que ocurre es que la rápida modernización que Chile ha experimentado arriesga dejar sin público al partido democratacristiano. ¿Qué otra cosa podía ocurrir con un partido que anhelaba una nueva cristiandad, una vida comunitaria y apostaba a la tercera vía, en una sociedad cuyos miembros están poseídos por la pasión por el consumo (como la llamó tempranamente Tocqueville) y ya no se entusiasman con la épica de las grandes transformaciones colectivas (y prefieren, en cambio, alojarse en sus proyectos familiares, los únicos en los que, según muestran las encuestas, confían a ciegas)?

Carolina Goic debiera tener en cuenta que a la decé no le irá bien si simplemente acentúa su vieja identidad, su empeño moralizador.

La decé hasta ahora sobrevivió en condiciones razonables, porque su identidad se desvaneció, porque, mimetizada en la Concertación, impulsó los proyectos modernizadores y camuflada en ellos morigeró su vieja pulsión por moralizarlo todo.

Logró mantener una vieja lozanía porque maquilló lo que era.

Y ahora cree que, sacando a la luz esa pulsión por moralizarlo todo y transformándola en el combustible de su candidatura presidencial, las cosas podrán mejorar.

Lo más probable es que eso no ocurra. Es cosa de hojear las encuestas, los focus groups y leer dos o tres papers sobre los procesos culturales de las sociedades que experimentan una modernización rápida, para darse cuenta de por qué los partidos como la decé van a la baja. Y es que sus antiguos clivajes hoy no existen o casi. Han sido sustituidos por nuevos grupos medios confiados en sí mismos, anhelantes de bienes posicionales, grupos a quienes los hombres buenos no les dicen nada, grupos que desconfían de la fogata, la misa guitarreada y la sencillez fingida, ya a estas alturas algo impostadas, de las élites democratacristianas.

Para decirlo en una frase. El problema que experimenta la decé no es ético. Su problema es que el ethos de las élites democratacristianas está muy lejos del ethos de las mayorías.

Y, aunque suenan parecido, ethos no es lo mismo que ética. El problema de la Decé no es el mal comportamiento de algunos de sus diputados (a quienes con razón se les excluye), sino la inadecuación entre las ideas y el estilo de ese partido y las transformaciones culturales que ha producido la modernización, sentencia Carlos Peña.

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