Carlos Peña recuerda el aniversario de la Reforma Agraria que impulsó y materializó Eduardo Frei Montalva. Peña sostiene que: “Sin la reforma agraria no se habría consolidado el capitalismo, nada de lo sólido se habría desvanecido en el aire, nunca habría llegado a predominar la derecha modernizadora, y sin la reforma agraria no existiría el liderazgo de Piñera, cuya posibilidad de triunfo se debe a esos grupos liberados por la expansión del consumo, que dejaron de ser, desde el punto de vista de su identidad, campesinos o proletarios, para ser grupos medios demandantes y ligeros”.
A continuación el texto completo de Peña, que bien vale la pena leerlo:
«Este viernes se cumplió medio siglo de la puesta en vigencia de la ley 16.640, que dio origen a la reforma agraria.
¿Qué significado puede atribuírsele hoy, cuando el sonido y la furia de esos años languidece?
Cuando se la mira con ánimo antropológico, lo que se descubre es que más que un cambio estructural en los títulos de propiedad, más que un esfuerzo de justicia distributiva o de redención social -fue todo eso también, por supuesto-, el proceso de reforma agraria equivalió, objetivamente hablando, al derrumbe de un mundo. Un mundo es la suma de la cultura material y de los significados que ella lleva atados, el entorno en medio del que cada ser humano configura su identidad, lo que es y a lo que aspira.
Y eso fue lo que la reforma agraria dinamitó, el mundo de la hacienda.
La hacienda -el fundo-, al igual que la heredad que retrata Miguel Delibes en «Los santos inocentes», no constituía solo una unidad productiva. Era lo que Goffman llamaría una institución total, un lugar donde se organizaba el tiempo, la sociabilidad y el trabajo al compás de una estructura familística, la del hacendado, y donde el quehacer campesino adoptaba más que la forma de una mercancía, el papel de un servicio retributivo al patrón, ese que daba protección a cambio de obediencia, y que, junto con ello, cumplía el papel de mediador entre el interior de esa estructura y el espacio público. Todos los que en ella desenvolvían sus vidas -dominadores y dominados, dueños e inquilinos, familia servida y familia sirviente- habían construido su identidad, su forma de estar en el mundo, atados a ella. La hacienda fue, durante mucho tiempo, y como con razón subrayó Medina Echavarría, el modelo de la estructura social latinoamericana (y chilena).
Por eso cuando la reforma agraria principió a desenvolverse con su estela de ruidos y de furias, fue todo un mundo el que principió con ella a languidecer.
Y con él quienes, a su sombra, habían forjado su identidad.
Tiene pues toda la razón la Presidenta Bachelet cuando dijo este viernes que se trató «del proceso de transformación social más importante del siglo XX».
Sin la reforma agraria, esos millones que vivían atados a la tierra y construían su identidad a la sombra de una familia, sin liberar su subjetividad y sin experimentar el vértigo de la vida a propio riesgo, habrían seguido allí. Sin la reforma agraria la sociedad chilena no habría alcanzado la modernización de la estructura social que hoy día exhibe y gracias a la cual la ciudadanía se ha expandido. Sin la sustitución del inquilinaje por la relación laboral; sin el reemplazo de las tardes bucólicas y adormecidas por el frenesí del packing frutícola; sin el cambio del pago en especies por la remuneración en dinero, y sin el desplazamiento del fundo como lugar de identidad por el campo como ámbito industrial y de producción, la modernidad de Chile seguiría siendo un anhelo.
Pero, por sobre todo, la reforma agraria cambió a la derecha.
Y es que -en la historia- nadie sabe para quién trabaja.
Sin la reforma agraria no se habría consolidado el capitalismo, nada de lo sólido se habría desvanecido en el aire, nunca habría llegado a predominar la derecha modernizadora, y sin la reforma agraria no existiría el liderazgo de Piñera, cuya posibilidad de triunfo se debe a esos grupos liberados por la expansión del consumo, que dejaron de ser, desde el punto de vista de su identidad, campesinos o proletarios, para ser grupos medios demandantes y ligeros. Sin la reforma agraria, la derecha chilena seguiría encontrando una estructura de plausibilidad para el conservantismo que todavía predomina en algunos de sus grupos: la creencia en que algunos de sus miembros constituyen una clase dirigente llamada a conducir las vidas ajenas o a orientarlas. Después de la reforma agraria, la pretensión de ser clase dirigente suena a simple tontería, es una sandez, una estupidez de esas que dicen los viejos cuando han perdido el sentido de realidad.
Es verdad, en suma, que al acabar ese mundo, y empujar el país de la hacienda a la empresa, se fue con él la ensoñación idealizada de la vida campesina (que sobrevive apenas en las composiciones impostadas de la música dieciochera), pero a cambio se logró instalar para millones de personas la experiencia de la libertad moderna.
Y eso es motivo más que suficiente para celebrar ese acontecimiento que, a medio siglo de distancia, cambió, para bien, la vida de millones. Aplausos entusiastas para ella entonces», sostiene -podríamos decir- socarronamente el abogado Peña-