jueves, noviembre 14, 2024

Carlos Peña analiza el «Bus de la Libertad» y sentencia que sus postulados atentan contra la democracia

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Sin duda que el paso del (mal) llamado «Bus de la Libertad» que tiene su origen en organizaciones ultraconservadoras españolas provocó toda suerte de manifestaciones, muchas de ellas penosas por el bajísimo y pobre nivel del debate entre sus líderes y detractores, y donde se mostró además intencionalidad política de este provocativo bus que más que ayudar al debate lo enredó.

Este domingo, el abogado y rector Carlos Peña, analiza en profundidad el paso de este bus de propaganda. A continuación el texto completo del oportuno y acertado análisis de Peña.

«El llamado «Bus de la libertad» que esta semana recorrió Santiago -desatando a su paso debates y pugilatos- puso de manifiesto una de las preguntas que atraviesa la cultura contemporánea: ¿es la biología un destino?

Para quienes trajeron al llamado «Bus de la libertad», la respuesta es indudablemente sí. El cuerpo de cada uno sería un destino porque en él se revela la voluntad que el Creador inscribió en él. Este punto de vista asigna un valor normativo a la inscripción biológica: ella señalaría cómo hay que vivir la afectividad y la sexualidad, y cuál es el rol que corresponde a cada uno en la vida social. Si la genitalidad es masculina, entonces ese sería el rol que le corresponde cumplir; si en cambio es femenina, habrá de ceñirse a lo que la sociedad designa para ella. Es lo que decía el bus en su versión original y más directa: las niñas tienen vulva, los niños tienen pene. La vulva y el pene poseerían un valor normativo, serían indicadores del tipo de vida que hay que vivir, indicarían el tipo de comportamiento que la persona que posee a la una o al otro habrá de sostener.

Para ese punto de vista la biología es un destino del que nadie debe apartarse. Los opositores al «Bus de la libertad» creen, en cambio, algo distinto.

Para ellos el género, el rol que a cada persona corresponde en la vida social, no es una cuestión biológica, sino cultural, algo que, en consecuencia, está entregado de alguna forma a la voluntad humana. El género sería una definición social de roles que aspira a la inmutabilidad de la naturaleza; pero que no puede ocultar su carácter social. Una cosa sería el tipo de genitalidad que cada uno recibió en la lotería natural, la otra el papel que cada cual deberá cumplir en la vida social. La primera (la genitalidad) sería biológica, la segunda (el rol) cultural. De la una no se seguiría necesariamente la otra.

Para este punto de vista el género es entonces un asunto sobrepuesto arbitrariamente a la biología.

Como se observa, en todo este debate, presentado a veces como un asunto de simple tolerancia a la diversidad o como una rencilla pasional, se esconde una discrepancia final acerca de la manera en que los seres humanos se conciben a sí mismos, si acaso como entes teleguiados por un designio que está más allá de su voluntad (un designio que pueden desobedecer, sin duda, pero a cambio de pagar un alto precio) o si, en cambio, como seres cuyo quehacer está entregado a la voluntad de cada cual, dando como resultado una improvisación que toca a mil puertas (donde, por lo mismo, la diversidad es la regla).

¿Cuál de esos puntos de vista es el correcto?

No tiene mucho sentido preguntarse cuál de esos puntos de vista es verdadero y cuál, en cambio, falso. Para saberlo habría que adoptar la perspectiva que algún filósofo denomina la del Ojo de Dios, y ser capaz de ver al mismo tiempo el desenvolvimiento de la especie humana y el telos de la naturaleza, y apreciar de esa forma en qué punto coinciden y en cuál divergen.

Por eso parece mejor adoptar un punto de vista más modesto (la filosofía lo llamaría trascendental) y preguntarse cuál de esas dos convicciones es la que, sin que sus partícipes a veces lo adviertan, subyace a la sociedad abierta. ¿Cómo debieran concebirse los seres humanos para que las instituciones democráticas -en las que tanto los partidarios como los opositores del «Bus de la libertad» creen- tengan sentido?

La respuesta es obvia.

Si la biología fuera un destino, si cada uno estuviera atado a un fin que lo excede, a un propósito que lo guía y en cuya definición en última instancia no participó, si cada ser humano tuviera inscrita en su cuerpo la forma en que habrá de comportarse y relacionarse con otros, si hubiera una sola senda de la que ninguno debiera apartarse, entonces la libertad civil carecería de todo sentido y equivaldría a decirles a los seres humanos que pueden decidir cómo quieren vivir su vida solo para revelarles, cuando ellos comenzaran a ejercitarla, que no, que en realidad no era más que otra broma cruel.

Por eso si los partidarios del «Bus de la libertad» tuvieran razón, las instituciones de la democracia, la autonomía de los ciudadanos, la privacidad y las libertades civiles -incluida la libertad que ese bus ejercitó esta semana- carecerían de sentido y serían una simple simulación de la libertad.

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