sábado, noviembre 16, 2024

Carlos Peña identifica rasgos demagógicos de triunfo de Trump con Guillier…

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Como todos los «domingo domicicales» Carlos Peña desde su púlpito hace una auténtica homilía sociopolítica a a algún hecho relevante ocurrido en la semana. Como era obvio el triunfo de Donald Trump es el objeto del punzante análisis del acbogado que bajo el título ¿Trump en Chile? aterriza a la realidad nacional este vuelco en la política y que derrumba a encuestadoras y medios de comunicación. También identifica el «fenomeno» Alejandro Guillier como una señal de triumpismo: «Y es que el demagogo moderno -y aquellos que, como Guillier, sin mala intención, lo imitan- embauca a la gente por la vía de repetir con fidelidad total lo que la gente espontáneamente siente».

Como es nuestra costumbre y dado que cada vez menos se lee el añoso Mercurio, reproducimos la columna por ser de «útilidad pública».

«El triunfo de Donald Trump despertó una avalancha de autocríticas en los medios. ¿Cómo fuimos tan ciegos -se preguntan- para no advertir el triunfo de Trump? ¿Por qué nos dejamos convencer -se quejan- por analistas y académicos incapaces de ver lo que se gestaba ante sus narices?

El triunfo de Trump -se oye por estos días- habría sido el fracaso de los medios.

Pero esa opinión está equivocada.

Y es que -al revés de lo que se dice- el triunfo de Trump fue el triunfo de los medios de masas.

Fueron ellos los que transformaron en celebridad a alguien que no valía ni por las ideas que tenía ni por la trayectoria que exhibía, y que solo importaba por la personalidad que desplegó en medio de un show televisivo. Y luego fueron esos mismos medios los que -convencidos de que no hay nada mejor que una rencilla o una excentricidad para ganarse el favor de las audiencias- amplificaron cada una de las vaguedades, payasadas, insultos, agresiones y tonterías que a Donald Trump, esa celebridad televisiva, se le ocurrían. Así, gracias al favor de los medios, que vieron en él a una persona que sintonizaba con la gente, y gracias en especial a la televisión, ese medio capaz de simular intimidad entre las audiencias y los que en él aparecen, Trump se convirtió en Trump.

La demagogia (como lo muestra el caso de Trump) no consiste en engañar a la gente o a las audiencias, sino en auscultar e identificar, sin filtro racional alguno, lo que ellas sienten. Lo mismo ocurre con los medios de masas. Ellos no engañan a la gente: la replican con total fidelidad.

El demagogo (como lo describió tempranamente Aristóteles) es el adulador del pueblo, quien se pretende fiel intérprete de la calle, el traductor de lo que la gente de a pie siente cuando experimenta las asperezas de la vida cotidiana y proyecta en aquellos que supone las causan. La demagogia no es, como se suele creer, la habilidad de pasar gatos por liebres o hacer promesas falsas, sino que, al revés, consiste en repetir con total fidelidad, y en este sentido con pulcra veracidad, lo que la gente siente o cree cuando maldice y se queja… solo que lo que la gente siente o cree cuando maldice y se queja no es racional, sino previo a cualquier racionalidad. El demagogo se ve a sí mismo como un altavoz benigno de los humores de la gente, y piensa, con sinceridad o sin ella, que en eso consiste la política y que hacer eso es la solución a los complejos males de la sociedad de masas.

Por lo anterior, el enemigo de la demagogia no es la tecnocracia (la tecnocracia es otra forma de demagogia moderna), sino las ideas y los partidos políticos, ambos un intento racional de mediar entre los intereses de la gente y los límites de lo real.

En Chile no existe nadie que sea exactamente como Trump -rico, excéntrico, adornado con bisoñé o peinado con un parrón que parece serlo-, pero el ambiente es propicio para que florezca uno.

Desde luego, hay quienes están tentados de enderezar su éxito y su popularidad por el camino de la demagogia, y hay medios que, movidos por el anhelo de ganarse las audiencias, están prestos a amplificar, a pretexto de que es noticia, los dichos del demagogo que repite y vocifera, en frases notorias que simulan reflexión, los malestares de la gente: celebridades populares que se montan en la ola de malestar y resentimiento hacia los políticos y que, luego de ello, traducen esa ola en un mar de frases de apariencia benigna con que halagan a las audiencias, las que, sin advertir el truco -un truco que no consiste en mentir a la gente, sino en reflejar sus humores-, se creen interpretadas y cerca, por fin, de resolver lo que las molesta y las angustia.

Esa es la semilla que en Chile plantó Lavín. La misma que, desgraciadamente, está tentado de hacer fructificar Alejandro Guillier.

En ninguno de esos casos, es verdad, hay la propuesta de muros, pero alguna vez hubo firmas en cafés con piernas, proyectos de playas y lluvia artificial, y Guillier, por su parte, está a punto de subirse a la ola de resquemores y malestares de la gente contra los políticos como una forma de conseguir el apoyo de… los partidos políticos de izquierda, y hacerse del poder.

Y es que el demagogo moderno -y aquellos que, como Guillier, sin mala intención, lo imitan- embauca a la gente por la vía de repetir con fidelidad total lo que la gente espontáneamente siente.

Haciéndole sentir que basta sentir algo para que ese algo sea correcto o adecuado», remata Peña, que dicho sea de paso no es la primera columna que «dedica» al periodista senador.

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