Se cumplen 43 años desde que las Fuerzas Armadas, instrumentalizadas por los intereses del gobierno de EE.UU. en complicidad activa con la clase político-empresarial chilena, dio el golpe final al gobierno socialista legítimamente electo de Salvador Allende. El tiro de gracia a un proceso reformista iniciado en el gobierno de Frei Montalva en 1964, año en que la DC pretendió cumplir con su programa tras ganar las elecciones, y que contemplaba la introducción de cambios estructurales en la sociedad chilena a través de reformas como la agraria y la educacional. Sin embargo, el destino de la voluntad popular expresada en el respaldo mayoritario a Frei como representante de las reformas sociales demandadas, así como el triunfo posterior del socialismo para la ampliación y aplicación final de éstas, no tuvo otro destino sino el de la imposición violenta de la voluntad de unos pocos, a través de las armas, por sobre las necesidades del grueso de la sociedad.
En otras palabras, y con la perspectiva que permite el paso del tiempo, dicho proyecto de cambio social nació muerto, lo cual no es de extrañar si se revisan, sólo a modo de ejemplo, las palabras que hace más de un siglo expresara el canciller Eduardo Matte Pérez, bisabuelo de Eliodoro Matte Larraín, actual mandamás de una de las pocas familias que continúan controlando el grueso del PIB de Chile: “Los dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo; lo demás es masa influenciable y vendible; ella no pesa ni como opinión ni como prestigio”. Una sentencia que nos entrega, de manera clara y contundente, la visión de realidad existente en la clase dominante. La misma que persiste hasta hoy.
A través de la historia, se puede constatar cómo todo proceso reformista que busque terminar con injustas situaciones de privilegio, en beneficio de determinadas castas y perjuicio de estas “masas sin peso”, ha echado a andar, en distintos niveles, poderosas maquinarias reaccionarias destinadas a hacer abortar cualquier intento que busque transformar las condiciones creadas para la mantención inalterable de estas situaciones de ventaja. Desde el despliegue de campañas comunicacionales articuladas por los medios de comunicación afines a estos intereses (propiedad de grupos de poder), con el objetivo de condicionar a la opinión pública, pasando por la creación de escenarios y condiciones que justifiquen la aplicación de determinadas decisiones, hasta la ejecución prepotente de la fuerza bruta como último peldaño de esta escalada de acciones. Eso fue, precisamente, lo que sucedió en nuestro país por esos años, en un contexto mundial de Guerra Fría en el cual el gobierno socialista de Allende no tenía posibilidades de éxito dentro del bloque capitalista, toda vez que ello significaba riesgos importantes para el control hegemónico establecido por EE.UU. en esta parte del globo. Los ojos de buena parte del planeta estaban puestos sobre la experiencia chilena, la primera registrada en la historia política mundial a través de la vía democrática; el ejemplo, por ende, debía ser negativo con el propósito de desalentar su réplica en la región, evitando así “incendiar la pradera”. No por nada el entonces presidente norteamericano, Richard Nixon, ordenó a la CIA evitar que Allende asumiera el poder, así como “hacer chillar a la economía de Chile”, tal y como existe constancia en archivos desclasificados y que demuestran la forma en la que se llevó a cabo la política exterior estadounidense hacia nuestro país. La misión, en definitiva, era hacer fracasar al gobierno socialista para aleccionar a otros acerca de la inviabilidad de su propuesta.
A partir del Golpe de Estado de 1973 que implantó la dictadura cívico-militar, la propaganda anti-marxista instalada en Chile insistió en su discurso respecto de justificar la intervención militar como un acto de “salvación de la patria”, gracias al cual se habría podido evitar la instalación de una eventual dictadura de izquierda. Tesis sostenida por diversos sectores derechistas, la que sin embargo también ha sido desmentida por personeros íntimamente ligados al régimen, como Federico Willoughby. En 2003, y a través de una entrevista dada a un canal alemán, el primer vocero de la Junta negó la existencia del llamado Plan Z, consistente en una estrategia que habría sido planeada por Allende para imponer un gobierno comunista, y que incluía el asesinato de altas autoridades militares durante un almuerzo en La Moneda. Sin embargo, archivos desclasificados de la CIA en 1999 indican que aquello jamás existió, tratándose más bien de una operación de guerra psicológica.
El mismo Willoughby calificó este supuesto plan como “una maniobra de los servicios de inteligencia para convencer a la población de que ellos los habían salvado”. Algo similar a lo declarado hace unos días por el fundador del grupo ultra derechista Patria y Libertad, Roberto Thieme, quien indicó que los atentados incendiarios contra camioneros en la Araucanía se trataban de “un montaje comunicacional hecho por la derecha, con los medios que domina, que es toda la televisión”. Montajes en dictadura, montajes en democracia. La misma lógica detrás de estas estrategias de “bandera falsa”, aprendidas de los maestros estadounidenses. Si no existe un enemigo real, se inventa, porque es necesario. Si no existen las condiciones objetivas para justificar la aplicación de la fuerza, se crean.
Hoy, diversos indicadores nacionales e internacionales respecto de la realidad social de nuestro país revelan aspectos ocultos tras la imagen de éxito económico que ha sostenido el discurso oficial durante años. Así, mientras la OCDE ubica a Chile dentro de los países con más bajos índices de bienestar social (mayor desigualdad de ingresos entre ricos y pobres, lugares rezagados en salud, último lugar en calidad medioambiental, calidad educativa por debajo del promedio, jornadas laborales más extensas que el promedio), mediciones como las de la Fundación Sol dejan al descubierto otros aspectos que dan cuenta de una perversa trama, perfectamente urdida desde la ilegítima Constitución del ‘80, destinada a permitir y garantizar la concentración por desposesión de la que se nutre el actual modelo: una mayoría de ciudadanos ganando salarios insuficientes para cubrir necesidades básicas, obligándolos a endeudarse (negocio redondo); la estafa legal de las AFP, que entregan jubilaciones de miseria a una mayoría de jubilados/as; cobros abusivos de isapres, retail; colusiones diversas como las de las cadenas de farmacias; etc. Todo esto, al amparo de un sistema profundamente ideologizado, como es la doctrina económica neoliberal, que permea todos los ámbitos de nuestra institucionalidad y que impide sancionar estos delitos de acuerdo a la magnitud del daño, fomentando en nombre de la libertad de mercado y del emprendimiento el abuso sostenido e incansable mediante monopolios creados sin límite a la propiedad, con leyes hechas a la medida de financiamientos y conveniencias particulares.
El Golpe de Estado, del cual hoy se cumple un aniversario más, nos habría salvado entonces de una dictadura marxista. Sin embargo, a cambio de ello tuvimos una dictadura del polo opuesto. De haber podido ser, supuestamente, una sociedad estatizada en la actualidad, vivimos en una donde todo, o casi todo, ha sido privatizado. Es decir, heredamos igualmente un totalitarismo, sólo que de otro tipo: de mercado. No nos salvamos de nada entonces; ese cuento ha sido sólo propaganda, defendida rabiosamente desde sus trincheras por sectores extremistas. De ello es de lo que debemos tener conciencia, perdida luego del brutal culatazo recibido en la cabeza hace 43 años por querer cambiar las cosas.