El carabinero cruza el antejardín de la casa y golpea violentamente la puerta. Pudo haber usado el timbre, pero no lo hace. Está seguro que su conducta firme —que es como el efectivo policial entiende la autoridad— está justificada por la orden de embargo en manos del receptor judicial que le acompaña. Lo único que en ese momento tiene en su cabeza es la sospecha de que no le quieren abrir y que, para amedrentar a los moradores y darse valor frente al resto de la patrulla, debe exhibir el napoleón, una herramienta empleada para cortar chapas, cadenas y candados, que lleva consigo.
Todo es un absurdo. Más bien, un elocuente acto de abuso e inseguridad jurídica. Porque la persona a quien buscan embargar, antigua arrendataria del inmueble, hace unos tres años que no vive ahí, como los nuevos inquilinos se lo hicieron ver a cuanto receptor se acercó a preguntar por la hasta ahora fugitiva deudora de millonarios créditos de consumo. También se lo habían dicho a este último que, en contra de lo afirmado por otros colegas suyos, tomó sin escrúpulo alguno el riesgoso atajo de falsear los testimonios y precipitar así el embargo de bienes propiedad de terceros. Por esto, hoy pesa sobre él un recurso de queja ante la Corte y, para demostrar que son quienes son y alzar el embargo, las víctimas han interpuesto lo que se conoce como una tercería de posesión.
Esta es la realidad del día a día. Ciudadanos inermes y desprotegidos frente a los abusos perpetrados por funcionarios policiales. Una conducta que va más allá de la transgresión de los protocolos, la pérdida del buen criterio o la falta de experiencia. Un comportamiento que revela signos psicopatológicos evidentes, en los que no se advierten diferencias entre la agresividad mostrada por la Policía y la violencia desplegada por los autores de portonazos.
¡Basta ya de poner siempre en tela de juicio a los carabineros! Dice su general director, Bruno Villalobos. No, general, replica una parte informada del país. Basta de seguir haciendo la vista gorda frente a los excesos de sus subordinados. Basta de seguir presumiendo la culpabilidad en vez de la inocencia de los ciudadanos.
Porque son estos peligros para la seguridad de las personas los que se esconden en la agenda corta anti-delincuencia. Son sus visos de inconstitucionalidad, por reñida con las garantías y derechos de las personas, los que exhortan a la magistratura a rechazarla.
La agenda corta nivela hacia abajo. Para perseguir el delito, convierte a la sociedad en cárcel y a todo el mundo en sospechoso de delito. Otorga a Carabineros poderes que, hoy por hoy, no tiene, y que en el futuro serán usados en forma prejuiciosa, arbitraria y abusiva contra las personas.
Mañana estos mismos carabineros prescindirán de autorización judicial para ingresar a las casas; les bastará argumentar que en la residencia se estaba destruyendo evidencia. Y no tendrán problemas para demostrarlo, como no los tuvo el receptor deshonesto al sostener que quien habitaba el domicilio era la deudora que a él le interesaba domiciliar allí, y no sus genuinos moradores.
Mañana estos mismos carabineros podrán examinar el automóvil, los equipajes y las vestimentas de cualquier ciudadano, sin necesidad de probar la existencia de indicios de valor para determinada investigación. Porque en la ley corta los funcionarios se constituyen en ministros de fe de sí mismos. El receptor de marras, al menos portaba un documento que le facultaba para registrar el hogar de las víctimas, ponerle precio a las especies de valor y proceder a su embargo.
Mañana estos mismos carabineros podrán cruzar el antejardín de cualquier casa, forzar la chapa de su puerta de calle o echarla abajo, sin que sus moradores puedan hacer nada en contra del acto de fuerza, porque resistir al funcionario policial será considerado como un atentado a la autoridad, como una conducta violenta.