Chile ha consolidado una práctica democrática que gira en torno al poder, su obtención y su mantenimiento. En muchos sentidos es el manual que en parte se deduce de El Príncipe de Maquiavelo, pero que deja fuera tal vez lo más relevante del planteamiento de este autor referido justamente al sentido superior de lograr consolidar y proyectar una sociedad completa hacia mejores estándares de bienestar y desarrollo.
De hecho, el límite para todas las características del gobernante está en su sometimiento a una idea de Estado que fortalezca la soberanía y evite que los intereses particulares de personas o grupos que giran en torno al poder se apropien de lo que la ciudadanía exige.
En una interpretación sintética, la ideología y/o programa de gobierno no puede encapsular el bien común de una sociedad. Es lo que pasa en Chile desde hace al menos tres gobierno y donde en el actual logra su plena visibilidad.
Chile ha transformado el sistema democrático en una eficiente máquina de distribución de poder de la coalición gobernante –cualesquiera que esta sea- bajo criterios de exclusión concreta de quienes no comparten la ideología o el programa y se transforma en una gestión marcada por la exclusión como resultado inevitable frente la necesidad de controlar los distintos ámbitos y dimensiones de la toma de decisiones del país.
Esto se aplica tanto a nivel presidencia, ministerial, regional, provincial y local. Ello queda en evidencia en la cantidad de asesores en Educación, Interior y Salud solo por nombrar los más visibles.
En términos metodológicos, el problema no es la cantidad de asesores sino que el grado de influencia que tienen en las decisiones y por extensión la inexistencia de posibilidad reales de mantener políticas de continuidad (junto con su evaluación) y eficiencia y, además, sin poder someterse a rendición de cuentas.
En suma, las decisiones quedan reducidas a grupos no formales, que responden a distintas sensibilidades y cuyo objetivo es mantenerse en el poder sin considerar el bien común que este expresado en un proyecto país.
De hecho, significa que si el próximo gobierno fuese distinto del sello ideológico del actual, muchas de las decisiones de políticas en implementación serán paralizadas y nuevamente iniciadas con otros énfasis. Así no es posible que un país se proyecte en temas estratégicos que determinan su bienestar futuro.
De esta forma, el bien común se reduce al Programa de Gobierno por lo cual se modifica cada vez que la democracia da cuenta del principio de alternancia. Paradojalmente, por ejemplo, Bolivia y otros países han alterado este principio mediante el expediente de un continuismo presidencial respaldado por la constitución y sus mecanismos democráticos, con lo cual Bolivia goza de una visión de continuidad que otros países como Chile deben definir o redefinir cada vez que cambia la estructura de poder.
Este mismo principio se aplica a la educación, la salud, la minería y varios otros. Al efecto, quienes perciben esta atomización temporal del bien común exigen “certezas jurídicas” para tener un escenario razonablemente claro al respecto tanto en lo que se refiere a inversión como respecto a adecuar su comportamiento político y económico a un ambiente de incertidumbre.
Cuando el acceder y mantenerse en el poder se transforma en un fin en sí mismo, ya no importa si las ideas, propuestas o programas son buenos, eficientes o necesarios, solo importa que sean parte de una estrategia para tener más poder. Frente a eso, las ideas de la Comisión Engel, por ejemplo, quedan varadas en el laberinto de planes y conspiraciones para mantenerse en el poder de distintos grupos institucionalizados como los partidos políticos o movimientos ideológicos que representan fragmentos de partidos principales o emergentes.
De esta forma y en casi imperceptible pero irreversible, se debilita la institucionalidad y, a la vez, se refuerza la necesidad de mantenerse en el poder para asegurar la gobernabilidad.
El bien común cambia cada cuatro años y se expresa en los programas de Gobierno y en el imperativo de lograr la aprobación en el Congreso de las leyes necesarias que puedan dar cuenta del “legado” gubernamental. Por cierto implica cambiar nombres, paralizar iniciativas o simplemente dejar de lado las promesas que no sean las propias.
En este contexto, aun cuando estamos en la segunda década del siglo XXI, la lógica política nos retrotrae permanentemente a los 70’s y 80’s, donde sendos grupos se manifiestan para defender, atacar o proponer desde revoluciones inconclusas o latinoamericanas hasta la férrea defensa del planteamiento neoliberal de décadas pasadas o la idea del derecho y la política que recuerda a Hobbes, Kant y Kelsen.
Eso también implica una visión sesgada y compartimentada respecto a la gestión política del Estado y su respectivo Gobierno. Hoy día el Gobierno está por sobre el Estado en su realidad practica de gestión y solo se menciona al Estado para justificar las decisiones de Gobierno que tienen un horizonte máximo de 4 años, sí es que los partidos de la coalición a su interior no se fragmentan.
No es difícil advertir que la configuración de la elite en Chile apostó a un statu quo compartido por sectores empresariales, sociales y políticos de todo el espectro, cuyo resultado es una elite cerrada, concentrada y con escasa visión de futuro o, mejor dicho, con una aversión al riesgo evidente sin percatarse que el siglo XXI está pasando por su lado y se denomina ciudadanía empoderada que también se apropió del poder como objetivo y razón de su actuar.
El resultado es visible: Chile no se ha industrializado aprovechando el boom de los commodities de la última década. Atrás quedaron al menos los 8 clústeres asociados a industrialización e innovación, definidos como prioritarios sin mencionar las estrategias de desarrollo regional.
Entre otras cosas, el centralismo cobró su royalty para financiar, entre otras muchas cosas, las redes de poder. Eso ya no se hizo y nuestras materias primas ya no tienen el mismo valor y difícilmente serán la fuente de ingresos futuros que se espera, especialmente porque las inversiones se definen en virtud de su eficiencia económica en el mediano plazo y conforme su impacto al desarrollo en el largo plazo.
El 2015 cierra con un considerable déficit en las capacidades del país para sostener un proyecto de largo plazo que de proyección a la plataforma económica e institucionalidad política generada desde el 90 en adelante.
El 2015 cierra en torno a tres ejes principales donde es posible colocar los distintos acontecimientos que han impactado en la democracia chilena. Estos ejes son: Desconfianza, Incertidumbre y Falta de Conducción. Cada uno de ellos aplica a lo político (democracia), económico (mercado) y social (credibilidad) y resume el resultado de la gestión política del año que acaba de finalizar, en su amplio espectro, y establece los desafíos para el 2016.
En suma, nuestro proyecto país, nuestro bien común, y con ello nuestra democracia vive y se agota en la coyuntura de 4 años.