Los argentinos comenzamos a cerrar uno de los más dinámicos procesos eleccionarios que nos ha tocado vivir, desde la reinstauración democrática treinta y dos años atrás. De este proceso emerge Mauricio Macri como nuevo titular del Poder Ejecutivo nacional y depositario de las expectativas de millones de ciudadanos, que vieron en la coalición de fuerzas que él lidera, la posibilidad de llevar adelante un importante cambio en la vida política nacional. Un cambio, cabe aclarar, que conlleve un salto cualitativo respecto a prácticas vigentes en los últimos tiempos.
Conviene recordar que hace apenas un lustro Cristina Fernández de Kirchner logró ser reelecta por un 54% de los votos, una cifra que en parte expresaba una alta adhesión del electorado a su primera gestión, pero que también condensaba el respaldo de buena parte de la ciudadanía al difícil trance que le había tocado atravesar, en referencia al fallecimiento de Néstor Kirchner el año anterior. Apenas iniciada su segunda presidencia, el abrumador caudal de sufragios obtenidos ayudó a la mandataria a ignorar las demandas cada vez más firmes de importantes sectores de la sociedad en torno a un puñado de cuestiones emblemáticas: inflación, inseguridad, corrupción y una eventual modificación a la Constitución que habilitara a la habitante de la Casa Rosada a un tercer mandato.
La crónica desatención gubernamental a esas demandas, sumada a una oposición partidaria incapaz de canalizar con éxito ningún reclamo, al estar signada por la fragmentación y el vedetismo de sus dirigentes, fueron los factores que confluyeron en la eclosión de los llamados “cacerolazos”, manifestaciones de protesta masivas que se sucedieron en los principales centros urbanos del país, llevadas a cabo sobre todo por los estratos sociales medios. Ni aún frente a esos episodios el Poder Ejecutivo acusó recibo: en una actitud por demás soberbia, puso en duda no sólo la espontaneidad de las manifestaciones sino también la vocación democrática de sus protagonistas, caracterizándolos como personas egoístas de clase alta que sólo buscaban su beneficio personal sin reparar en el prójimo.
Una memorable frase pronunciada en esos momentos por Juan Manuel Abal Medina, a la sazón Jefe de Gabinete, confirmó que el gobierno había interpretado al 54% de los sufragios recibidos en la última jornada cívica como una suerte de “cheque al portador” que le permitía actuar casi a su antojo, sin búsquedas de consensos ni rendiciones de cuentas. Dijo el funcionario que si la oposición no estaba de acuerdo con la gestión de Cristina Kirchner, su única opción consistía en armar un partido político y ganar las próximas elecciones presidenciales. Y precisamente eso es lo que ocurrió, con los resultados que ahora están a la vista. El consejo de Abal Medina fue escuchado y llevado a la práctica, con todo éxito.
La fuerza política en cuestión, en realidad una coalición, combinó con éxito las potencialidades de la figura de Mauricio Macri, conocido por su eficiente gestión en la ciudad de Buenos Aires pero desconocido en buena parte de la extensa geografía nacional, con la estructura y el despliegue territorial de la Unión Cívica Radical (UCR), huérfana de dirigentes carismáticos con posibilidades ciertas de acceder al poder a través del voto. Elecciones internas confirmaron que Macri encabezaría la fórmula presidencial, acompañado por Gabriela Micchetti; en tanto en la provincia de Buenos Aires, principal distrito electoral del país, María Eugenia Vidal intentaría vencer en sus bastiones a los históricos “barones” del peronismo.
Tal vez la conducta adoptada frente a este estado de cosas por Cristina Kirchner haya coadyuvado parcialmente al posterior triunfo de Macri, hecho que la transformaría en la principal responsable de la derrota de su fuerza. En especial al ungir como candidato a gobernador de Buenos Aires y contendiente electoral de Vidal a Aníbal Fernández, uno de los personajes con mayor índice de rechazo entre la ciudadanía; prepotente, soberbio y blanco de múltiples acusaciones de vínculos con el narcotráfico vernáculo, incluso por las más altas jerarquías ecleseásticas, Fernández se configuraba en la antítesis exacta de la imagen que proponía la candidata opositora.
Respecto a la candidatura presidencial, en un principio intentó neutralizar las legítimas apetencias de Daniel Scioli, gobernador bonaerense, por no considerarlo suficientemente kirchnerista; a tal efecto impulsó para ese puesto al ministro Florencio Randazzo, para luego abandonarlo ingratamente a su suerte y optar a desgano por su contrincante, el único de los dos con capacidad para captar el imprescindible voto de los sectores independientes. Sin embargo, en lo que parece un contrasentido, le impuso a un miembro de su círculo áulico como compañero de fórmula, así como los integrantes de las listas de candidatos y senadores, encabezados por dirigentes indudablemente identificados con ella; paralelamente, toleró –como hipótesis de mínima- o incluso promovió –como hipótesis de máxima- las críticas internas a Scioli desde los sectores ortodoxos del kirchnerismo, inhibiendo así su autonomía.
En estos términos, en las elecciones de octubre pasado Vidal alcanzó la hazaña de vencer a Fernández, desbancando al peronismo de su base territorial histórica e inyectando un contundente impulso a las aspiraciones presidenciales de su jefe político. Scioli, en tanto, no alcanzó su objetivo de seducir al electorado independiente, que vio en él la continuidad de las prácticas oficialistas, obligándolo a dirimir con Macri la Presidencia de la Nación en un balotaje. El resto es historia conocida.
Tanto el triunfo de Macri en el balotaje, como la consecuente derrota de Scioli, son fenómenos multicausales cuyo análisis pormenorizado excede holgadamente este breve ensayo. No obstante, es necesario señalar que mientras el discurso del candidato oficialista discurría mayoritariamente por los carriles de la economía, los votos que cosechó el candidato opositor no se sustentaban de la misma forma. Este es, tal vez, el punto nodal de las recién culminadas elecciones: mientras Scioli intentó denegarle votos a su contrincante agitando la amenaza de un aquelarre económico, quienes votaron a Macri priorizaron una mejora de la calidad de la institucionalidad vigente.
Scioli le habló a los potenciales votantes de Macri de los riesgos de una devaluación y una disparada del dólar. Ellos, en cambio, apostaron a una Argentina verdaderamente republicana donde, en un listado no exhaustivo, no se usen los planes sociales para hacer clientelismo, ni los medios de comunicación estatales para difamar a la oposición; no se intente recortar la autonomía del Poder Judicial ni se maneje con intereses políticos el Consejo de la Magistratura; no se alteren ni se oculten las mediciones de inflación, pobreza e inseguridad; no se permanezca inerme frente al crecimiento del narcotráfico; no se utilicen los recursos de inteligencia para hacer espionaje interno; no se recorte de la autonomía del periodismo independiente, al tiempo que se favorece al periodismo oficialista; no se promueva el “culto al líder” ni un revisionismo histórico exento de objetividad; no se convaliden tácitamente actos de corrupción, obstaculizando además las investigaciones de la justicia independiente; no se cope la administración pública con designaciones masivas de militantes políticos afines; y sobre todo, el abandono de esa lógica schmittiana “amigo-enemigo” por la cual se descalifica y estigmatiza al que no piensa en los términos del kirchnerismo.
Tal vez el logro de estas metas justifique dejar la “zona de confort” económico. En todo caso, en las elecciones del pasado 22 de noviembre una mayoría de argentinos entendió que es preferible el riesgo de una devaluación económica a la certeza de una devaluación de la República.