La carne se ha vuelto, de pronto, todavía más débil. Ya la atacaban desde varios flancos y ahora, de pronto, el golpe artero: que produce cáncer. Lo sabemos, tratamos de ignorarlo: vivir produce mucho cáncer y estas vidas del siglo XXI producen, sobre todo, paranoicos, ciudadanos tan satisfechos de esas vidas, tan aburridos de esas vidas que viven para conservarlas. Para eso se atrincheran en sí mismos —porque todo lo que viene de fuera puede ser peligroso: humos, sales, azúcares, hidratos, grasas, drogas varias, cuerpos extraños o incluso conocidos—. Y ahora, faltaba más, la carne cancerera.
Dicen que, en el principio, la carne hizo a los hombres: que aquellos animalitos carroñeros que fuimos hace tres millones de años desarrollaron sus mentes gracias a las grasas y proteínas animales que comían cuando encontraban algún cadáver sin terminar. Así fueron mejorando y aprendieron a matar ellos mismos y mejoraron más y descubrieron el fuego y cocinaron y, tan lentos, se hicieron hombres y mujeres. Comían carne cazada y frutos recogidos hasta que, hace unos días, alguien entendió que si enterraba una semilla conseguiría una planta y el mundo se fue volviendo otro, éste: aparecieron la agricultura, las ciudades, los reyes, nuevos dioses, la rueda, los metales, millones de personas, las caries, las clases, la riqueza y sus variadas injusticias. La revolución neolítica cambió todo y, con todo, la alimentación: desde entonces los humanos —salvo, claro, los ricos y famosos— comimos más que nada algún cereal o tubérculo o verdura acompañados de vez en cuando por un trocito o dos de alguna carne. Y así fue, durante diez mil años, hasta que, unas décadas atrás, las sociedades más ricas del planeta entraron en la Era de la Carne.
Ahora nos parece normal, pero es tan raro: un bistec con patatas, unas salchichas con puré, un pollo con arroz, proteína animal con algún vegetal acompañando, es una inversión del orden histórico, tremendo cambio cultural —y ni siquiera lo pensamos—. Y menos pensamos lo que eso significa como gesto económico, social. No le digan a nadie que lo está diciendo un argentino: comerse un buen bife/chuletón/bistec, un gran trozo de carne, es una de las formas más eficaces de validar y aprovechar un mundo injusto.
Consumir animales es un lujo: una forma tan clara de concentración de la riqueza. La carne acapara recursos que se podrían repartir: se necesitan cuatro calorías vegetales para producir una caloría de pollo; seis, para producir una de cerdo; diez calorías vegetales para producir una caloría de vaca o de cordero. Lo mismo pasa con el agua: se necesitan 1.500 litros para producir un kilo de maíz, 15.000 para un kilo de vaca. O sea: cuando alguien come carne se apropia de recursos que, repartidos, alcanzarían para cinco, ocho, diez personas. Comer carne es establecer una desigualdad bien bruta: yo soy el que puede tragarse los recursos que ustedes necesitan. La carne es estandarte y es proclama: que este planeta sólo se puede usar así si miles de millones se resignan a usarlo mucho menos. Si todos quieren usarlo igual no puede funcionar: la exclusión es condición necesaria —y nunca suficiente—.
Cada vez más gente se empuja para sentarse a la mesa de las carnes —los chinos, por ejemplo, que hace 20 años consumían cinco kilos por persona y por año, y ahora más de 50— porque comer carne te define como un depredador exitoso, un triunfador. En las últimas décadas el consumo de carne aumentó el doble que la población del mundo. Hacia 1950 el planeta producía 50 millones de toneladas de carne por año; ahora, casi seis veces más —y se prevé que vuelva a duplicarse en 2030—. Mientras, un buen tercio de la población mundial sigue comiendo como siempre: miles de millones no prueban la carne casi nunca, la mitad de la comida que la humanidad consume cada día es arroz, y un cuarto más, trigo y maíz.
Y aparecen las grietas en el imperio de la carne. Primero fue el imperativo de la salud: cuando nos dijeron que su colesterol nos embarraba el cuerpo. Y ahora, en los barrios más cool de las ciudades ricas, cada vez más señoras y señores rechazan la carne por convicciones varias: que no quieren comer cadáveres, que no quieren ser responsables de esas muertes, que no quieren exigir así a sus cuerpos, que no quieren. Llueve, estos días, sobre mojado: la amenaza del cáncer. Hasta que llegue la imposibilidad más pura y dura: tantos querrán comer su libra de carne que el planeta, agotado, dirá basta.
Tardará: el comercio mundial de alimentos está organizado para concentrar los recursos en beneficio de unos pocos, intereses potentes defenderán sus intereses. Pero alguna vez, dentro de décadas, un siglo, los historiadores empezarán a mirar atrás y hablarán de estos tiempos —un lapso breve, un suspiro en la historia— como la Era de la Carne. Que habrá, entonces, pasado para siempre.
(*) Texto escrito por Martín Caparrós, periodista argentino y autor de Hambre (Anagrama). Publicado en El País.com