Un carabinero desplegado en el sur, un weichafe o guerrero mapuche que luchó en la clandestinidad, la viuda de un parcelero asesinado, un policía encubierto en la «Zona Roja»: los cuatro son protagonistas de los testimonios que recoge La Frontera: Crónica de la Araucanía rebelde (Catalonia), el nuevo libro de los periodistas Pablo Vergara y Ana Rodríguez, quienes conversaron con diversas fuentes para reflejar el llamado «conflicto mapuche» desde una transversalidad y pluralidad de visiones.
«Quiero soñar y creo que es inevitable que Chile se mapuchice», dijo Vergara en la presentación. «La prensa ha sido una de las grandes responsables de relegar los temas mapuche a la crónica roja», comentó Rodríguez.
La investigación, que es la primera a fondo y desapasionada sobre el tema, a medio camino entre la crónica de guerra y el relato de viaje, fue lanzada la semana pasada en una presentación que contó con el periodista Matías del Río y el historiador Fernando Pairican.
A continuación reproducimos la presentación del historiador Fernando Parican.
La Frontera
I
Conocí a Pablo Vergara a los pocos días que Matías Catrileo había sido asesinado de un disparo de Walter Ramírez, policía convertido en guardia de potreros en el sur de Chile. Nos juntamos con Pablo en un metro de Santiago, luego de las formalidades, me señaló su interés por reportear lo que estaba sucediendo, lo que los autores llaman en este libro una «revolución social». En verdad, el periodismo daba muy poca importancia a lo que ocurría a nueve horas de Santiago, y si lo hacía, era para hablar de terrorismo, delincuentes, guerrillas rurales y el mote permanente: conflicto de mapuche, como si los mapuche hubieran decidido un día cualquiera ser los mal agradecidos del modelo chileno. Un conflicto, para que exista, es porque ambas partes no concuerdan en puntos, y la historia chilena, hasta esos momentos, no había reconocido su parte en este desencuentro.
Pablo buscaba justamente entender el pensamiento mapuche, el porqué en un momento de la historia, personas corrientes habían decidido desempolvar los wetruwes para encabezar uno de los movimientos sociales más interesantes a partir del retorno a la democracia. Vergara no dudaba en aquel tiempo que el movimiento mapuche era una de las pocas organizaciones que estaban elaborando un proyecto, y formando cuadros políticos para transformar la base material en la cual habían sobrevivido los mapuche hasta fines del siglo XX. Cambiar el destino de la pobreza y del racismo. Y disculpen que me tome la palabra: para cambiar ello, los mapuche no necesitaban ir a Colombia, Chiapas, País Vasco, Irán ni Afganistán y menos a Corea del Norte. Los que aún creen que los procesos sociales internos se deben siempre a malvados extraterrestres que intervienen en las soberanías de las repúblicas, ha estas alturas no necesitan un historiador, sino, abiertamente un psiquiatra o un curandero que les haga una regresión, y sepan en que momento creyeron que los fantasmas existían y los miraban desde las puertas mientras dormían.
Tengo recuerdos cuando viajamos a Wallmapu con Pablo, en una de las tantas conversaciones le pregunté: «¿por qué te interesa reportear al movimiento mapuche?» a lo que respondió: «porque no quiero que el día de mañana nuestros hijos se anden bombardeando como lo hace Israel con Palestina o que una bomba explote en un vagón del metro, por el hecho de ser chilenos.» Creo que en ese momento se dio una fructífera amistad, intercambio de conocimientos y que hoy terminan en este libro junto a la wenüy Ana Rodríguez, trabajadora, estudiosa y también bastante exigente, como pude conocer de primera mano cuando me editaba las columnas en la revista The Clinic.
Es la primera vez que presento un libro escrito por amigos. Ello hace que estas palabras sean únicas, particulares, porque llevan una profunda afectividad. Por eso, me daré el gusto de hacer dos párrafos de odas a los autores, porque un libro, no se comprende sin las personas que lo escriben.
Ambos iniciaron este trabajo con más dudas que certezas, un punto básico en las Ciencias Sociales, pero que sin embargo a veces es olvidado por algunos investigadores que parten más de certezas, buscando entrevistas y bibliografías para hacer calzar sus propias ya conclusiones. La Frontera, se aleja de ello. Ambos autores se acercaron sin prejuicios, con la humildad de aprehender de un otro. Otro milenario, por lo demás, pero tampoco llenando de «me gustas» lo que les fueron diciendo. Muy por el contrario, críticos, cautos y reflexivos, la fortaleza de este libro es iniciar una ruta de aprendizajes y conocer. Conocer a un pueblo que no se ha extinguido, ni asimilado, que tampoco son los bárbaros del cuadro argentino de Malon, a veces menos guerreros legendarios a los que Alonso de Ercilla nos acostumbró. Sino, a sujetos que cortantes de primera, se vuelven amables y bondadosos, una vez que vas pasando las pruebas de la tradición y las costumbres, que, al leer las memorias de los sobrevivientes a la Ocupación de La Araucanía, son bastante antiguas.
Primer párrafo de odas. Segundo.
Pablo y Ana son profundos lectores, creo que fue una de las cosas que me impactaron de ambos. A medida que fueron iniciando el libro, Ana la vi comprando libros referidos a la temática, leyendo a nuestros poetas. Como mujer empoderada, la wenüy Ana se fue acercando a la poesía e historia de las mujeres de nuestro pueblo. Pablo, a quien le debo muchas de las lecturas que he ido devorando en estos años, es una biblioteca andante. ¿Por qué destaco esto?, porque La Frontera tiene un contenido que lo posicionará como referencia para las futuras investigaciones, para los que busquen responder a las dudas de lo que sucede en el sur y para ver rutas resolutivas a lo que sucede en wallmapu. Lo que quiero decir, es que ahí hay trabajo y dedicación. Cariño, además, y eso se va notando a medida que uno avanza en el libro. Una buena dupla, un buen complemento, una perfecta dualidad como dice la cosmovisión mapuche, en un sentido laboral e intelectual. Ello cruzado con un buen barniz de humildad, muy propio por lo demás del equipo de The Clinic, como Alejandro Olivares, Claudio Pizarro, Macarena Gallo y Pablo Basadre, entre otros, que fue el lugar donde los conocí y compartí.
La Frontera, como en los fogones de las casas mapuche. Porque aunque algunos piensen que es parte del mito, aún los peñi y lamgenes en wallmapu, en algunas zonas, siguen sentándose en un fogón a tomar mate y hablar, se fue produciendo a fuego lento, tranquilo, pausado y reflexivo. Con la humildad de partir de la ignorancia, algo tan criticado bajo el capitalismo y que espanta, porque suena a ofensa. «Cómo puedes ser tan ignorante», a veces dicen, y uno se empelota. Pero en verdad, a veces, lo que pensamos que es ignorancia, en verdad es arrogancia. Y cierro la oda con una historia que me encanta, que a lo mejor es más mito que realidad. Y me lo contaron algunos peñi hace años. Y dice así: Leftrarü normalmente hacía zanjas para la guerra, ponía una adelante y siempre ponía una detrás de sus ejércitos. ¿Por qué? Porque siempre tuvo la humildad de saber que podía ser derrotado, pero si era derrotado, partía de nuevo desde la ofensiva. Y mientras comenzaba nuevamente el ataque, mandaba a cavar nuevas zanjas, porque así podía seguir luchando sabiendo que podía volver a ser derrotado, pero era una derrota en la ofensiva. El movimiento mapuche, en parte, creo que ha ocupado esos conocimientos e historia como arma política, pero más a fondo, es sabiduría. Sabiduría que es uno de los aportes de las civilizaciones indígenas del continente y que tal vez, como filosofía, podrían ser un aporte para una sociedad distinta, una sociedad que en vez de pensarse en lo particular, se piense en lo colectivo.
Fin de las odas.
II
Estoy convencido que la lucha mapuche es una «lucha por ternura», como dice Elicura Chihuailaf. Sin embargo, no podemos esconder que el racismo, la indiferencia, la incapacidad de abordar una demanda por derechos civiles, en post de mantener un país unitario, culturalmente homogéneo, han elevado los decibeles de un desencuentro que es abordable y era abordable si no se hubiera atendido la demanda mapuche como un tema de seguridad publica y de terrorismo.
¿Terrorismo? ¿una demanda por derechos humanos?. La autodeterminación, no es terrorismo, son derechos políticos para desarrollarse como ciudadanos plenos al interior de la humanidad. Además de ser una reivindicación emergida a partir de la década de los 90’ desde los movimientos indígenas, es una reparación histórica a la vulneración que vivieron nuestros antepasados en la conformación de las repúblicas en el transcurso del siglo XIX. Es una conquista histórica, en el amplio sentido de la palabra, ya que busca recomponer además el territorio despojado a lo largo del siglo XX, porque ojo, las primeras recuperaciones, eran por recuperar las tierras de los títulos de merced, aquellos papeles que sellaron la derrota militar y ocupación del territorio mapuche. En base a esa demanda, no atendida, es que los mapuche la politizaron y le dieron proyectualidad hasta convertirla hoy en una lucha por derechos civiles.
Tal vez por eso, la decisión de Germán Becker de no izar la bandera mapuche para la Copa América, sea el ejemplo de lo retrogrado y lo lejano de buscar una solución democrática al desencuentro. Porque la paz en la araucanía no se logrará a partir de la subordinación cultural y política de los mapuche, sino, aceptando lo justo de la demanda.
Y es justa no porque sea mapuche. Sino por algo más simple: es una aspiración a ser ciudadanos al interior de una democracia sin perder las particularidades, sin renunciar a la cultura y filosofía que engloba el ser mapuche. En definitiva, ser ciudadanos con decisión sin dejar de ser indígenas. Por eso creo que el desafío de Chile, además de resquebrajar la estructura política heredada por la dictadura y hecho a la medida de los sectores conservadores que no quieren cambiar nada, es una transición cultural. Soy un convencido, a estas alturas, que dialogando con el proceso mapuche, la democracia no solo madurará, sino se fortalecerá porque partirá aceptando la diferencia.
Todo pueblo originario tiene el derecho de libre determinarse según su condición política y de esa forma, perseguir libremente su desarrollo económico, cultural y social. La cuestión radica en el derecho a decidir. Y una vez conquistado el derecho a decidir, proyectar nuestro futuro, basado en los mejores elementos de nuestros pensamientos, para unirlos con aspectos de la modernidad y crear un nuevo tipo de sociedad. Pasar, como dice Álvaro García Linera, del republicanismo propietario a un republicanismo comunitario. Por eso veo a los movimientos indígenas como una suerte de jacobinos del proceso de transformación del Estado chileno. Ya que lo fuerza cada vez más a aceptar su Pluriculturalidad. Aceptar que no es una nación única y homogénea, sino con múltiples colores y naciones en su interior.
No obstante, bajo un modelo económico que devora, las sociedades indígenas en momentos aparecen como opositoras a ellas. No porque fuerzas cubanas y farianas estén adoctrinando en el marxismo-leninismo a hordas de indígenas en las selvas de América Latina, sino, porque el actual modelo de extracción a depredado con mayor velocidad la base material y cultural de los pueblos indígenas, poniendo en riesgo no solo la sobrevivencia de nuestros pueblos, sino también de la biodiversidad que es una pieza clave de sus cosmovisiones. Por lo tanto, un nuevo proyecto de sociedad, parte de la preservación del ecosistema para perpetuar no solo a las naciones originarias, sino a la humanidad, en su conjunto.
III
Cierro mi presentación. Creo que me alargué. Parafraseando a Ricardo Lagos, «discúlpeme Raquel, hablo por 500 años de silencio». Creo que La Frontera es un libro que habla de seres humanos que sueñan en un vivir mejor. Y en ese simple sentido, creo que habla de la libertad. No de lo políticamente correcto, no de esa muralla que dice que ya pasaron los megarrelatos de la utopías, al contrario, que disputa esa ideología neoliberal que dice que ya no es tiempo de sueños.
Pero también siento que es un libro que llama a tomar responsabilidad como ciudadanos que habitan en una comunidad imaginada, a darle seriedad a lo que sucede en Wallmapu. Lo que sucede en el sur es una disputa por la historia, en que mapuche, colonos, mestizos y elites, se han constituido en oposición unos de otros y todos van a la historia para sustentar sus postulados del presente. Y en ese sutil debate, el empate es evidente y suma cero. El eje, es que ese cero se llama nacionalismo. Y siempre el nacionalismo es un juego complejo si no colocas el respeto al otro ser humano que está al frente. Eliminarlos porque eres de un pueblo distinto, una religión o color de piel, termina construyendo nacionalismo racistas. Experiencias de ello bastante nos dejó la historia del siglo XX. Y por lo demás, los mapuche somos sobrevivientes a esa lógica, no podemos decir los mismo de nuestros hermanos Selkman, en las tierras australes. Cazados y llevados a museos vivientes, son el símbolo de la deshumanización del mismo ser humano.
Agradezco a Ana y Pablo por invitarme a prologar y presentar su obra, que reúne trabajo, sentimientos y sueños de una sociedad justa. Creo que en nuestra propia historia de amistad, hemos partido desde el desinterés, del aprendizaje y autoenseñarnos. En verdad creo que ello es la base como ustedes dicen en sus agradecimientos de «esa amistad sincera».
Cierro, posiblemente con una de las enseñanzas que deja este libro. Y para ello citaré a uno de los autores que los tres tenemos como referente, a George Orwell, cuando en ese precioso cuento de “Matar a un elefante”, al describir las consecuencias del colonialismo, señala: «Allí estaba yo, el hombre blanco, de pie, al frente de un ejército de nativos inermes, cual actor protagonista de la escena, cuando en realidad no era más que una absurda marioneta manejada por la voluntad de aquellos rostros aceitunados que tenía a mis espaldas. Comprendí entonces que, cuando el hombre blanco se vuelve un tirano, es su propia libertad lo que destruye».