«No estoy seguro que esto no sea un espejismo», escribía en los 80´s Arturo Fontaine Talavera, reaccionando así contra la idea de planificaciones globales con que el historiador Mario Góngora caracteriza el periodo 1964-1980 en su Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX.
Tres décadas después, podríamos abrigar el mismo escepticismo de Fontaine frente a la crítica que sectores liberales de centroderecha, inspirados en el corporativismo de Góngora, han deslizado contra el gobierno de Michelle Bachelet. En lo sustantivo, la crítica sostiene que al pretender cambiarlo todo, partiendo de cero, la Presidenta Bachelet acabaría en una tragedia mayor, al igual que lo hicieron los gobiernos de los presidentes Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende.
¿De qué tragedia hablan? De una que habría arrastrado al país al golpe de Estado, a la supresión de las libertades y de la democracia, a la violación de los derechos humanos, a la instauración del modelo económico de libre mercado y a la Constitución Política que nos rige. Es decir, la representación del huevo de la serpiente donde anida el embrión, en apariencia inocuo, de una criatura potencialmente destructiva.
Pero la de 1964 no fue la ruptura profunda, si bien iluminada por utopías y modelos de sociedad, que Góngora, procurando aportar un concepto nuevo a la historiografía, denomina el inicio de las planificaciones globales. Asertivamente Fontaine le replicará que los liberales y socialistas del siglo XIX eran aún más utópicos, que los mercantilistas del Imperio español eran tan dados a las grandes planificaciones como los economistas de CEPAL y, en fin, que el llamado modelo económico de industrialización por sustitución de importaciones no comienza con Frei, sino con la crisis de los años 30´. Precisiones que, sin duda, vacían el concepto de su capacidad analítica y descriptiva.
Más todavía, Fontaine reprochará a Góngora no hacerse cargo de las divisiones sufridas por la Democracia Cristiana ni del fracaso del proyecto socialista, cuestión no menor, pues varios de sus protagonistas, actuales liberales que entonces exacerbaron la lucha de pasiones buscando radicalizar los cambios impulsados por Frei y Allende, ahora desembozadamente se confiesan defensores de «los ricos».
Lo peor es que, desde un punto de vista político, los liberales, igual que su inspirador, no hacen distinciones entre los que fueron gobiernos progresistas, democráticos, republicanos, respetuosos de los derechos humanos, y el régimen de facto que les sucedió y que hirió gravemente el alma de Chile. Todo lo meten en el mismo y censurado saco de las planificaciones globales. Se muestran severos con las administraciones de Frei y Allende, pero son indulgentes con la última de las llamadas planificaciones globales ante cuya herencia recomiendan la moderación y el equilibrio.
Por cierto, ni Bachelet es Frei o Allende, ni el programa de la Nueva Mayoría es la Revolución en Libertad o la Vía Chilena al Socialismo, aunque el canto de Violeta sigue siendo bello y vergonzante en el país de los veinte mil dólares per cápita: «Chile limita al centro de la injusticia».